Negativo de una ilustración de Michael Tompsett |
Es un momento de sentimientos encontrados. Por un lado está la cercanía y el encontronazo con la realidad que nos proporcionan los sucesos como este atroz atentado que nos ha golpeado este pasado jueves y por otro están las diferentes reacciones de la sociedad, las fuerzas del orden y las instituciones. Que nadie me malinterprete, el atentado es atroz por el mero hecho de serlo no por haber sido cerca ni por haber afectado a gente que conocemos. Todos los atentados lo son, no tienen más lógica ni sentido que el pretender aterrorizarnos y que dobleguemos cuello y rodilla ante quienes pretenden tener razón por la fuerza. Pero sobre todo quiero pedir disculpas por titular esta entrada como #Barcelona , no me he olvidado de Cambrils, ni de la gente que allí dejó su sangre y sus ilusiones, simplemente es la inercia de una relación complicada que mantengo desde hace muchos años con mi ciudad natal.
Podría decirse que esta complejidad nace de mis dos aproximaciones a la propia ciudad y de las vivencias que allí se dieron junto al alejamiento más o menos forzoso que mantengo en la actualidad. El primer acercamiento, como no podía ser de otra forma, se dio un mes de junio de mediados de los setenta. En una tarde que imagino ya calurosa nací en uno de los barrios periféricos de la ciudad condal. En aquella época, mi primera infancia, Barcelona me era extraña, lejana, precisamente por haber nacido en esa periferia que era Sant Andreu del Palomar, un barrio que se resistía a serlo, un barrio en el que mis mayores y sus vecinos vivían como en un pueblo. Un pueblo en el que las noches de verano eran de sillas en la calle, de tertulia vecinal y, en la calle en la que vivió casi toda su vida mi abuela, las verbenas en las que los vecinos, una vez al año, pedían el correspondiente permiso, cerraban la calle y disponían largas mesas en las cada uno aportaba lo que quería y hasta altas horas niños y mayores hacíamos vida de pueblo en la gran ciudad. De aquella época resuena todavía en mis oídos una frase que mi padre repetía cuando debíamos ir al centro a algún recado "Vamos a Barcelona", no nos íbamos al centro o tal barrio o cual calle, no, nos íbamos a Barcelona. Auténtico espíritu de resistencia ante la gran urbe.
Durante esta época, que duró hasta mis seis años, no conocí más Barcelona que la que conoce un turista, los misterios de la ciudad, el chabolismo, la droga incipiente y los circuitos musicales alternativos me eran ajenos por cuestión de edad. Mi vida era una burbuja y nunca me consideré ciudadano de esa ciudad. Aún hoy, al revelar mi lugar de nacimiento, me reservo el Barcelona para los foráneos, a los de mi tierra les sigo respondiendo Sóc de Sant Andreu.
La siguiente fase de mi vida se desarrolla en el cinturón industrial de la ciudad condal, un Vallès industrializado en el que los escasos veinte kilómetros de carretera serpenteante dividen el mundo de la gran capital de otro que ha perdido la vida rural a duras penas. Barcelona era entonces la metrópoli. Era donde ibas a comprar lo que no había en el pueblo, donde las avenidas eran anchas y donde te sentías un extraño. Un extraño que también eras en tu pueblo porque, a diferencia de todos tus amigos, tú habías nacido en esa capital lejana y eso en los ochenta era mucho. Era mucho porque la Barcelona que nos llegaba por los medios era la Barcelona guapa, la Barcelona de diseño, la cosmopolita y
vanguardista, pija y sofisticada de la gauche divine, alejada de la miseria y la pobreza que iba empujando hacia pueblos cercanos como Montgat, Llefià o Sant Adrià del Besòs. El campo de la bota ya no existía, las últimas barracas ya no estaban, el Vaquilla hacía películas desde la cárcel y el sueño olímpico se iba extendiendo. Pero seguía habiendo miseria, droga y marginación bajo las baldosas exclusivas de las aceras. Pero no salía en los medios, medios que eran tres periódicos de gran tirada y alguno pequeño y la televisión que estrenaba canal, otro canal en el que lucir hombreras y una ciudad abierta al mundo, amigable con el turismo que ya casi era de masas pero no lo sabíamos. Eso sí, el turista debía ir del puerto a Plaza Catalunya por el centro de las Ramblas, sobre todo no pisar ninguna calle aledaña excepto la calle Ferran, aún no estaban domesticadas y el barrio chino era lo que es ahora una gran parte del Raval o del barrio gótico, el basurero en el que se perdían yonkis y alternativos varios. Barrios en los que las litronas y las jeringuillas amanecían en los rincones donde la basura se confundía con borrachos dormidos en el suelo. El ayuntamiento limpiaba, limpiaba lo que la gente veía por la tele y por donde debía pasar el turismo. El resto no lo veíamos.
Es curioso como hay cosas que cambian y otras no. Si miro hacia atrás veo estos barrios y los veo como estaban, sucios, con vecinos sonrientes, de toda la vida, entre otros vecinos que estaban de paso y, si podían, salían con más carteras en el bolsillo. La delincuencia siempre fue un problema, pero por aquel entonces era patria, sin inmigración relevante. La marginación y la pobreza no entienden de naciones e identidades.
Y es aquí donde llegamos a mi segunda aproximación a mi ciudad. Volvía al origen, volvía de alguna forma a casa con dieciocho años recién cumplidos y volvía con el ansia y la ilusión de quien llega a un sitio nuevo, con grandes oportunidades. Craso error. Aterricé en una Barcelona aún más periférica, en barrio obrero de los olvidados por ese ayuntamiento ya post olímpico que mantenía un aroma de suburbio que luego pude identificar como autenticidad. Llegué a un Nou Barris cercado por barrios conflictivos, donde según a quien veías era mejor cambiar de acera o agachar la cabeza, donde era mejor dar un rodeo que meterse en un parque por la noche y pasar cerca de ese grupo de jóvenes sentados en un banco fumando y bebiendo.
Esta segunda vez Barcelona me asustó. Nada de lo que veía en la calle era lo que se vendía al exterior. El cosmopolitismo era una inmigración sin integrar del todo, las drogas y el alcohol estaban dentro de los institutos, la suciedad era la norma y la policía algo que pasaba lejos dentro de un coche sin pararse. Más de una y más de dos navajas vi, ninguna directamente contra mí aunque avisos recibí. La delincuencia estaba a la vista, la falta de inversión... Hasta que lo vi, hasta que me di cuenta: Barcelona no era una gran ciudad, era una ciudad grande y lo idílico no existía, existía la realidad. La realidad de unos barrios que también vivían en la calle, vivían en los conciertos de fiestas mayores, en los movimientos vecinales que luchaban y conseguían mejoras para todos, en las asociaciones que mantenían a la gente mayor alegre y a la menuda ocupada con actividades. Había suciedad sí pero porque el barrio era gris y había nacido en una época gris. Había droga sí, era el signo de los tiempos, y ese grupo de jóvenes que bebía y fumaba en los parques sólo bebía y fumaba en los parques, rara vez te decían nada y la alarma social de violadores y exhibicionistas... bueno, de eso sí hubo y casos sonados que aún restallan cada vez que alguno obtiene la libertad.
Debo decir que Barcelona se me abrió y pude iniciar esta relación de amor odio con ella. Barcelona era la ciudad donde todo era posible, donde existían todas las tiendas y museos posibles y donde un chaval de dieciséis años podía hacer negocio en el instituto vendiendo droga. Era la ciudad que te ofrecía todos los conciertos posibles y la ciudad donde tenías que vigilar constantemente los bolsillos. Era la ciudad que despertaba y era solidaria, la ciudad que ganaba espacios verdes y la ciudad en la que podías conversar con alguien mientras paseaba con la jeringuilla colgando (hecho real que otro día contaré). Me dí cuenta de que Barcelona era una ciudad de contrastes, bulliciosa y ocupada, culta y diversa. Gris y contaminada, combativa y reivindicativa. Fue entonces cuando empecé a disfrutar de verdad la ciudad que me vio nacer, cuando fui consciente de que los siete infiernos de Dante estaban ahí y de que ninguno era del todo real. Barcelona se convirtió, finalmente en mi ciudad. Admiré la Barcelona modernista más allá de Gaudí, la que se escondía en las calles de Ciutat Vella, la de tiendas pequeñas y olvidadas y la de la gente que vivía sin preocuparse de lo que hace el vecino y se divierte como si no hubiera un mañana. Esa Barcelona que vivía todas las vidas cada noche de cada día.
Hasta que llega la tercera parte, el alejamiento. Vicisitudes de la vida me llevan a trescientos kilómetros de mi casa, donde debo construir otra casa, y es allí donde crece el amor-odio anterior. Ahora puedo comparar, puedo contrastar otra ciudad, otro urbanismo y otra forma de vivir la calle y en eso Barcelona gana en unas cosas y pierde en otras. Me doy cuenta de que Barcelona es una ciudad dura para vivir, es cara, contaminada y todo está lejos. Los transportes no funcionan como debieran y el ruido es ensordecedor, pero al mismo tiempo en Barcelona puedes encontrar todo lo que necesites, tienes todas las posibilidades de ocio que puedas imaginar, el trazado del Eixample (que ha ido permeando a toda la ciudad) es una puta genialidad, que la gente que vive y se ignora es la que mueve hacia la solidaridad y la integración. Echas de menos a los taxis amarillos y negros, a los autobuses rojos de día y amarillos de noche y te das cuenta de que hasta las baldosas son especiales, que el mundo está entre las calles y de que no hay nada imposible en Barcelona. Esa Barcelona que el viernes se enfrentó al odio y redujo a los fascistas que quisieron dar un discurso de odio. La Barcelona de la tolerancia, de la rambla del Raval y la Barcelona del gayxample que ya no mira tanto si la bossa sona. Hoy es una Barcelona que mira de tú a tú al mundo, que es ejemplo de militancia, de integración y de movilización. Una Barcelona capaz de lo mejor y de lo peor. Capaz de mantener aún bolsas de marginación, destellos de un pasado lúgubre y de cobijar curruptelas y corruptores, de mantener corruptos y bajomanos entre espíritus libres y modernos.
Aunque quizá todo sea porque al fin y al cabo es mi ciudad y una pequeña parte de mí no ha renunciado aún a volver a dar con los huesos en ella.
Panorámica de Rodrigo Gómez |